Julio César Mujica encabeza a un grupo de venezolanos que se sostienen contra viento y marea en un barrio al norte de Quito
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Las paredes y los techos son de plástico precario y sucios cartones fungen de colchones. El mal olor inunda el ambiente. No hay mínimas condiciones de higiene y la nostalgia y la tristeza son lo único a la mano para hacer que se olvide el hambre.

«Al menos en Venezuela tenía mi camita», le dijo a dpa Julio César Mujica, otrora albañil en Venezuela, actualmente coordinador de un pseudorrefugio en que sobrevive con 90 compatriotas suyos cerca a la estación de buses Carcelén, en el norte de Quito.

Mujica bordea los 40 años. Es alto, corpulento y pese al ambiente que lo rodea luce pleno de condiciones para trabajos de resistencia física. Y es lo que quiere: «Yo lo que necesito es un empleo. No quiero que me regalen nada. Ojalá me pudiera quedar en Ecuador», suspira.

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Transformado por el destino en líder comunal, es uno de los más de 2,3 millones de venezolanos que se han ido de su país en los últimos años en busca de una vida mejor. Hasta ahora no la encuentra. Su esposa, embarazada de 26 semanas, reposa entre los plásticos. Está enferma, cansada.

Lo que ganaba en su natal provincia de Carabobo no alcanzaba. Además, no había qué comprar. Por eso, la pareja salió hace más de dos meses con rumbo al sur, a donde los pasos llevaran. Dos hijos pequeños se quedaron a la espera de un soñado reencuentro. Cruzaron Colombia, pero no hallaron opciones (allí ya hay casi un millón de venezolanos) y ahora están estancados muy cerca de donde se encuentra la mitad del mundo.

«De vez en cuando viene gente a regalarnos comida. Una señora de una iglesia nos regaló pasajes a 60 de nosotros para que pudiéramos llegar al Perú. Yo preferí esperar un poco más aquí. Algunos nos tratan bien, otros mal. Algunos compañeros tienen miedo. Uno quiso pedir ayuda y lo rodeó un grupo: ‘Los venezolanos nos dan asco’, le decían. Regresó llorando», relata Mujica.

«Ojalá que ellos (quienes los insultan) no vayan a estar nunca en esta situación», añade.

Aunque siempre moderado en sus palabras, al venezolano se le  escapa un «mierda» apenas visible en el movimiento de los labios cuando los periodistas le informan algo que no sabía: Al Perú ya no se puede entrar sin pasaporte. Él, por supuesto, no lo tiene. Tampoco ninguno de los que viven allí. Y sin pasar por el Perú tampoco se puede seguir más al sur. Puertas que se cierran.

Un hombre intenta improvisar un juego de mesa con su hija. Una mujer joven yace tirada en su «colchón». Varios muchachos que apenas bordean los 20 años forman círculos y hablan trivialidades. Eso sí, el talante venezolano no muere y no se guardan sonrisas en las fotos. Algunos se acercan a escuchar a Mujica. Otros se han ido a tratar de vender alguna golosina.

«La gente nos ve así y cree que somos delincuentes. Sí es cierto que han salido muchos ‘malandros’ (ladrones), pero nosotros somos trabajadores. Estamos dispuestos a trabajar en lo que sea», señala el líder. «Aquí nos conocemos ya entre todos. Somos gente buena».

Mujica y los suyos no tenían ni idea de que en el mismo momento de la charla autoridades de 13 países latinoamericanos analizaban en Quito salidas conjuntas para el problema. A ellos no les contaron y menos les consultaron. Nunca lo hacen. «Ojalá salga algo bueno, ojalá». A medida que transcurre la charla, al carabobeño parece costarle más controlar la nostagia.

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«Y se va a poner peor (la situación en Venezuela). No hay oposición. Los que eran líderes como (Henrique) Capriles o (Antonio) Ledesma ya se fueron. Solo quedan unos pocos», se entromete en la charla Valerio López. «Cada vez peor», repite como letanía.

«¿Cómo va a haber oposición si a todos los meten presos? Todo el mundo está asustado», tercia Liliana Martínez, que delata su pesimismo con su gesto de estirar permanentemente los labios. Sus ojos claros enrojecidos y su aspecto de prematuro envejecimiento muestran huellas de dolor.

«Nosotros no vinimos porque quisimos. No somos turistas. Nos deberían comprender», retoma Mujica la palabra. Un hombre más joven que también intenta unirse a la charla se retira discretamente. Parece que teme quebrarse si le preguntan más acerca de lo único que alcanzó a contar: tiene tres niños en Venezuela.

No hay mínimas condiciones de higiene y la nostalgia y la tristeza son lo único a la mano para hacer que se olvide el hambre

La migración venezolana tiene diversas caras. Algunas personas de clase media, profesionales incluso, salieron en avión y con bolsa de viaje. Han tenido que trabajar de meseros o vendedores ambulantes en Bogotá, Cali, Quito o Lima, y sufren, pero comparativamente lo pasan mejor. Incluso hay quienes han conseguido empleos en lo suyo: médicos, nutricionistas, músicos.

Pero hay un último escalón. Los que ya eran pobres cuando estalló la crisis. Los que carecen de experiencia para moverse por territorios que jamás imaginaron conocer. Los últimos por ahora en una fila que no parece acabarse.

A no más de 150 metros del barrio de plástico, en la terminal  Carcelén, siguen llegando buses con venezolanos procedentes  de Colombia. Ahora menos, porque los controles para entrar a Ecuador se tornaron más rígidos. Más sueños, más  hambre, más improvisación y quizás nuevos inquilinos para el lugar de Mujica.

«Ojalá, ojalá hagan algo por nosotros», se despiden Julio César y sus compañeros, como pidiéndole a los periodistas que intercedan por ellos ante los señores elegantes reunidos en Quito. Pero el asunto se maneja en otras esferas. Pulgares arriba en la despedida, la vida sigue.

Por: Gonzalo Ruiz Tovar y Ramiro Carrillo (dpa)

Edición: Redacción Doble Llave / @Doblellave

Fotografía: Ramiro Carrillo (dpa)

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