Deja de pensar tanto y #SigueTuCorazón es el spot de Coca-Cola para esta Navidad. La clave es el hashtag: no importa qué se diga, hoy todo llega mejor con los códigos de las redes sociales.
El comercial es un lugar común sobre dejarse llevar por los latidos del corazón y evitar pensar tanto. Puro cliché con empaque contemporáneo: los jóvenes del spot se comunican mediante sus tablets y smartphones. Esa es la época en que vivimos: un like en Facebook vale más que un piropo dicho de frente. La consecuencia es que las mujeres se adornan más para tomarse una foto que para salir con sus amigos. Si es que salen, claro. Para quien usa redes sociales, además, las ventajas son infinitas: el ángulo correcto para tomar la foto elimina kilos. Y si la necesidad de cambiar es exagerada, el Photoshop está a un click. Y a un tutorial de YouTube, si no lo sabes usar: en el siglo XXI, ni para estudiar hay que salir de casa.
El uso desmedido de los celulares en un problema tan grande que las campañas de seguridad vial ya no apuntan al “no tomes si vas a manejar”, ni inducen a las chicas a no maquillarse mientras conducen. Nada que ver. El lema preventivo de esta época es “alza la vista”. El smartphone le roba atención al volante.
Y a los hijos. La adicción al teléfono pasó la pubertad, la adultez joven, y se instaló en los adultos contemporáneos. Es probable que en una década le salgan canas, pero aún no llegamos a eso. Mientras tanto, la ironía se reproduce: de los creadores de mi hijo adolescente me ignora con sus aparatos electrónicos, llega mi mamá y mi papá me ignoran con su celular. Al menos así lo describe la periodista Cecilia Jan, en su nota ¡Suelta el teléfono móvil!, publicada en El País. En la misma cuenta sus culpas al sentir que no les presta atención a sus pequeños: “Muchas veces, me doy cuenta de que el rato de jugar con los niños se convierte en el rato de mirar mi móvil y de vigilarles de reojo de vez en cuando, mientras se entretienen entre ellos o solos. ¿Qué hago que sea tan importante como para no dedicarles mi atención completa?”
Esta tendencia ya es asunto de estudio científico. Ángela Fúnez, especialista en Comunicación del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), relata que, según estudios de neurociencia, en los primeros tres años de vida es cuando más rápidamente se desarrollan las capacidades lingüísticas, emocionales, sociales y motoras del cerebro. Para que esto ocurra de forma óptima, es importante que los padres puedan establecer contacto cara a cara con sus hijos, sin el teléfono de por medio. Mantener comunicación con un ser que aún no sabe dar RT puede ser complicado, pero el afecto y la atención genuina ayudan a los niños a desarrollarse con mayor rapidez. Y para esto, de nada sirven los likes.
Fúnez, en un artículo, cita una investigación de la pediatra Jenny Radesky, del Boston Medical Group, quien explica que los infantes ignorados por sus padres tienden a “portarse mal” para llamar su atención, lo que, por supuesto, desemboca en rebeldía insana.
Pero, ¿es nuevo el fenómeno?
Responder afirmativamente sería ingenuo. De hecho, hasta resulta cómico que haya sido necesario un estudio científico para comprobar lo que desde hace años viene rezando la sabiduría popular: el llanto, la rabia y rebeldía infantil suelen germinar con mayor facilidad en un niño ignorado, que en uno que disfruta de la atención de sus padres.
Entonces, ¿cuál es la novedad en todo esto? No el crimen, sino el criminal: la excusa contemporánea para ser un mal padre ahora cabe en el bolsillo.
Culpar es de humanos. Las deficiencias en la manera de relacionarnos siempre han existido. Las sociedades solo parecen renovar formas de consumir sus vicios. La infidelidad es un ejemplo.
La escritora venezolana Enza García Arreza aborda lo anterior en un reportaje hecho para Clímax. En el mismo, cita a Ruth Hernández Boscán, psicóloga y psicoanalista lacaniana: “Las redes han incrementado la exposición de la intimidad, y eso muchas veces trae como consecuencia que se incrementen los celos, pero especialmente los infundados. Muchas parejas refieren verdaderos ataques de celos por un ‘me gusta’, una foto con alguien, un seguidor, sin que en realidad esté pasando nada realmente. Otras personas utilizan las redes sociales para ‘mostrar’ o ‘decir’ al otro lo que no dicen. Al final el que lee o mira está viendo como por el ojo de una cerradura. Igualmente, se crean infinitas ‘relaciones’ en las que muchas veces las personas ni se conocen o apenas se han visto. ¿Podemos considerar eso como una infidelidad? Es algo a debatir. En realidad pienso que los problemas se generan más por la cantidad de tiempo que les dedicamos a las redes sociales o al teléfono, dado que suele ser mucho más que el tiempo que le dedicamos a nuestra pareja o a nuestros seres queridos”.
Sería injusto afirmar que las nuevas tecnologías son culpables de la poca devoción a la monogamia, de los celos o de la adicción al flirteo. Acaso se podría argumentar que los facilitan. Son como el alcohol: no transforman, desinhiben.
La tendencia a las “infidelidades” en la red desnuda uno de los más interesantes fenómenos de este siglo: las relaciones a distancia. O mejor dicho: las relaciones que subsisten gracias al Internet.
En el cuento Un idilio bobo, del ecuatoriano Ángel F. Rojas, un muchacho residenciado en Ecuador se enamora de una norteamericana que vive en Estados Unidos, ¡mediante correspondencia y sin siquiera haberse visto! El relato está inspirado en una época donde el Photoshop era un sueño imposible y, aun así, las mentiras sobrevienen. Hoy día, que ese tipo de “amor” se produzca resulta tan sencillo que ya el término sextear gana adeptos, y el cibersexo practicantes. Para los flojos e inseguros el siglo XXI ha sido una bendición: complacer a la pareja solo depende de presionar los botones correctos.
Enza García Arreaza vuelve a citar a Ruth Hernández: “Por supuesto la actitud más sana es respetar la intimidad del otro. El problema es que el otro respete su intimidad y no utilice las redes sociales para ‘mostrar’. Son ventanas. Cada uno decide qué tan abiertas las deja. Actitudes como el ‘intercambio de claves’ siempre generan problemas, por ejemplo”. Sobre eso habla Juan Villoro en su crónica Password: “En la era digital, el primer paso hacia la ruptura consiste en averiguar el password de tu pareja o en usar el que ya te dio pero no has tecleado por respeto a la privacidad de un ser querido”.
Los problemas sentimentales también se han renovado: no dar like a una foto es como no decirle a tu pareja lo hermosa que está; no subir una foto juntos es como soltarle la mano en la calle cuando se avecina una persona atractiva; y, claro, ante una pelea, nada podría ser tan revelador, y poco discreto, como el muro de Facebook, el Twitter o el estado de WhatsApp.
Los jóvenes son quienes mejor se han adaptado a eso. La oración anterior, conviene aclarar, es un eufemismo para expresar que son ellos quienes mayor adicción parecen mostrar hacia este tipo de relaciones. O hacia cualquier cosa inherente a las nuevas tecnologías.
En Japón, según cuenta el propio Villoro en otras de sus crónicas, Arenas de Japón, se llama hikikomori a los adolescentes que se encierran en su habitación durante horas, y solo tienen contacto con sus aparatos electrónicos. Hikikomori, explica Villoro, viene de apartarse o recluirse.
Asia pareciera ser el continente más afectado por la adicción a la tecnología. O eso dictaminan los prejuicios occidentales. En Corea del Sur, por ejemplo, en el 2013, el ex profesor Kwon Jang-Hee llevaba ocho años recorriendo el país para combatir la adicción digital entre los jóvenes. En la nación en la que algunos niños amenazan con suicidarse si sus padres les decomisan el teléfono, Jang-Hee daba declaraciones del tipo: «Si utilizan demasiado sus smarthphones, sin utilizar su cerebro, perderán su capacidad de crear algo tan brillante e innovador como el iPhone«.
A lo largo de los años, la humanidad no parece haber resuelto sus vicios: los arrastra y suma más. Al menos se ocupa en evolucionarlos. Y, para ser justos, también evoluciona las formas en que pretende encontrar soluciones. El británico Gary Turk realizó un video que se volvió viral: Look Up, una campaña para usar menos el teléfono y priorizar el contacto humano. En el mismo, un hombre extraviado le pregunta a una chica por una dirección. Una cosa lleva a la otra y la mujer termina siendo el amor de su vida. Al final del video se muestra lo que hubiese pasado si el hombre no hubiese caminado con la vista al frente, sino clavada en su celular. Ajá, correcto: no hubiese notado a la mujer.
¿Qué nos perdemos mientras usamos el teléfono?, ¿qué posibilidades se abren gracias a las redes sociales? En contraposición a lo mostrado por Turk, existen muchas personas que han conocido a sus parejas gracias a Facebook, Twitter y compañía. En un liceo caraqueño, durante una reunión de representantes, el profesor que llevaba la batuta expresó su preocupación pues, a su entender, los jóvenes de hoy día no saben comunicarse debido a la influencia de los teléfonos inteligentes. Acto seguido, una representante pidió la palabra y espetó: “¿Y es que acaso nosotros sabemos comunicarnos?” El asunto con la era tecnológica parece ser el mismo de todas las épocas: buscar culpas externas jamás subsanará las carencias internas. El problema no es la tecnología, el problema es quien la usa. Las personas pueden tener mayores fallas de software que un smartphone.
Fotografía Gettyimages.
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